En 1650 la avenida Corrientes no era avenida ni tenía
nombre, ni siquiera era calle sino un sendero desdibujado entre pastizales que
crecían mucho más rápido de lo que tardaba en formarse una huella. En 1729
Domingo de Acasusso fundó un templo donde hoy está el obelisco; y el sendero,
ya más transitado por lavanderas que iban o venían del río, carretas tiradas
por bueyes, feligreses junto a la iglesia, y esclavas negras vendiendo
empanadas y churros crocantes, tomó el nombre de templo: calle de San Nicolás.
En el tiempo de las Invasiones Inglesas, la heroica resistencia de los vecinos
impidió que ondeara el pabellón inglés en el templo. Hubo tertulias apasionadas
de muchachos románticos de pelo largo y patillas espesas que querían cambiar el
mundo. El afán libertario hizo que en 1812 flameara por primera vez en la
ciudad la bandera celeste y blanca desde la torre de la iglesia San Nicolás. En
1822 nuestra calle se llamó Corrientes, en honor al protagonismo que tuvo esta
provincia en las guerras de la
Independencia, y se le asignó un ancho de 30 varas y el rango
de avenida. En 1882 llegaron el alumbrado eléctrico, los teléfonos, y los
tranvías tirados por caballos. Se tendían a lo largo de la avenida lámparas
blancas y celestes para los festejos de los aniversarios patrios, que se
iniciaban con un desayuno de chocolate con churros. Corrientes era la calle de
los comercios, los cafetines, las confiterías de tertulias y de orquestas
típicas, las librerías, y los teatros célebres. Tal fue el caso del Teatro
Politeama Argentino, que funcionó entre las calles Paraná y Uruguay, donde José
Podestá hizo una grandiosa puesta de Juan Moreira en 1884, y Sara Bernhart hizo
Fedra en 1886. San Nicolás crecía, 1908 fue un año de opulencia, se inauguraron
el Teatro Colón, la
Plaza Lavalle, y el Palacio de los Tribunales. Siguiendo la
línea estética del academicismo francés, algunos vecinos encargaron suntuosas
residencias o casas de rentas. Fue así, que el arquitecto Carlos Nordmann
construyó frente al Teatro Politeama un bello edificio de cinco pisos, con
mansarda y remate en cúpula imperio. 1930 (año de crisis bursátil y dictadura
militar). Un andaluz, Francisco Garrido, instaló una sencilla lechería en la
planta baja del edificio Nordmann, la llamó La Giralda. Pensó sin
duda en la torre de la
Catedral de Sevilla y tal vez, exagerando, en la cúpula
imperio del propio edificio. 1936: se ensanchó Corrientes, “un juego de calles
se da en diagonal” -como dice el tango- y del cruce de las diagonales surgió el
obelisco, “ese pedazo de tiza en el pizarrón de la noche”. Al lado de La Giralda se instaló un
restorán de lujo: La
Emiliana. En 1951 Antonio Nodrid compró La Giralda, conservó el
nombre, la marca de chocolate del Andaluz: Colonial, y la tradición de los
churros. En 1960 y 1970, Corrientes amplió su oferta al público, ya era “la
calle que nunca duerme”, a los teatros se sumaron los cines y a los bares las
pizzerías y las parrillas. Se convirtió en calle de bohemia y paseo obligado de
familias los fines de semana. La
Giralda fue un bar abierto las 24 horas, atendía durante el
día a los oficinistas y abogados de Tribunales, y por la noche a muchachos de
pelo largo, pantalones de campanas, poleras negras o camisas búlgaras, y a
muchachas con ponchos o faldas indias, camisolas estampadas o túnicas, bolsos
tejidos y sandalias de cuero. Leían Rayuela de Cortázar, Eros y Civilización de
Marcuse, El Hombre Nuevo del Che, a Sartre y a Fromm, a Benedetti y a Girondo,
a tantos otros… Querían cambiar el mundo. Hoy, no está La Emiliana ni el teatro
Politeama pero La Giralda
sigue en pie atendida por los hijos y la nieta de Antonio Nodrid, y no ha caído
en la moda posmoderna ni en otras decadencias, es fiel a sí misma, tiene el
aspecto de hace cincuenta años. Al frente una ventana guillotina, una vidriera
con chocolates, y entre ellas, la puerta de dos hojas. El piso es de granito,
paredes cubiertas de azulejos blancos -como corresponde a las lecherías- y más
arriba muros color beige. Cuatro aparatos de tubos fluorescentes y cuatro
ventiladores de techo. A la izquierda el largo mostrador de madera, cinco
campanas de vidrio, la máquina de café; y a la derecha el salón con mesas de
madera y tapas de mármol blanco, las sillas clásicas de bar, un cuadro de la
torre de la Catedral
de Sevilla. No hay mucho más, no hace falta más, la magia se produce con apenas
estos elementos. Porque a más de treinta años de distancia, de persecuciones y
muertes inútiles, sucede que los muchachos de pelo largo y las muchachas con
ponchos y bolsos tejidos siguen concurriendo a La Giralda. Están con
sus libros, entre chocolates y churros, escriben poemas imprescindibles en
servilletas o anotadores, entre cafés con leche y sándwiches tostados, discuten
y ríen, imaginan y sueñan. Quieren cambiar el mundo. Sólo cuando esto ocurra, La Giralda cambiará con
ellos.
Que hermoso resultó mirar Corrientes através de la cortina de La Giralda mientras comia un churro